Desde el inolvidable discurso que inauguró la era política del kirchnerismo, la confrontación apareció como una marca indeleble, constitutiva del proyecto oficial.
Defender los intereses declarados sólo podía hacerse trazando una línea divisoria en el imaginario colectivo, separando y generando nuevos antagonismos sobre viejas premisas, concepciones y caracterizaciones de los demás.
Más allá de la validez de aquellas conceptualizaciones sobre el “otro”, es claro que marcó un estilo, que arrastró al resto del arco político a plegarse a la forma de concebir el nuevo ordenamiento social.
La confrontación es a la vez causa y consecuencia. Consecuencia de un pasado reciente que tiene en la cuasi desintegración social de 2001 el emergente en la bronca contra “el otro”, culpable de los males propios, sea quien fuere este “otro”, banquero, que se quedó con nuestro ahorros, un político enriquecido en medio de una sociedad que tenía dificultades para comer, un piquetero que nos impedía el paso para ir a trabajar, hasta un desempleado que recibía una plan de trabajo para poder alimentarse. El enemigo era el vecino, era, justamente, el “otro”.
Causa porque una vez instalada la idea de confrontación como forma definitiva para resolver los conflictos de intereses contrapuestos, la crispación y el encono se transformaron en armas de esa estrategia que ubicó a la bronca como su factor aglutinante. Nuevamente, el otro era el destinatario.
Procesamos los conflictos sobre la base de la mutua exclusión, no concebimos la idea de hacer más grande el pastel, sino que sólo vemos la forma de ganar la porción más grande posible en la división.
Nos hemos transformado en relatores de problemas, replicando la confrontación hacia el interior de la sociedad y la familia, sea cual fuere su conformación y o formato, y en este marco se profundizó una tendencia en la dirigencia que no resulta positiva para el conjunto.
Asistimos a diario a un espectáculo denigrante con dirigentes que confunden conducir con controlar.
Conducir debería tener que ver con interpretar un objetivo de la mayoría, poder expresarlo y ordenar el tránsito del pueblo hacia la consecución de dicho destino.
En cambio, vemos cómo se ejerce el control, no discutimos el qué, ni el “hacia dónde”, lo que debatimos es el cómo, pero no me refiero aquí a la parte positiva de discutir el cómo, en el sentido de si los medios justifican los fines, sino que discutimos el cómo en el más estricto sentido de la palabra; en donde diversos estamentos de la sociedad controlan el accionar y el comportamiento del otro, y esto supone lo más relevante de gran parte de la actividad cotidiana de la dirigencia, que en una actitud endogámica, termina más preocupada por lo que hace el dirigente de al lado y por el marketing político, que por conducir al conjunto hacia lugares superadores.
Se percibe cada vez con mayor intensidad un sesgo policial en el ejercicio del poder, cierto comportamiento de “gran hermano” que observa y luego selecciona, es decir, premia o castiga, según parámetros más vinculados al alineamiento que a la contribución o no por conseguir un objetivo común.
El alineamiento incondicional es la expresión más brutal de ello, incondicionalidad que tiene sus raíces hace muchas décadas en nuestro país; es lo que debemos superar para terminar con liderazgos absolutos.
El desafío radica en comprender que no hacen falta líderes “únicos”, es decir, distintos de todos, que no forman parte del conjunto, sino líderes que sean uno entre muchos, primus inter pares (primeros entre pares), líderes que sean, se sientan y comprendan, que surgen de un conjunto, que los elige como parte de sí y no como semidioses impunes.
Es momento de que cambiemos dirigentes que controlan por dirigentes con vocación de conducir, donde el alineamiento no sea incondicional, sino que se transforme en un alineamiento coherente, en lugar de ser hijo de la voluntad del líder.
En su regreso a la actividad, la Presidenta tiene la enorme oportunidad de comenzar a recorrer dicho camino en el cual podamos recomponer la idea del “otro” y su existencia, de escuchar el lugar de oír, de entender que hasta el hecho de alimentar, atender y proveer a otro ser no implica reconocer su existencia, la que no se da partir de nosotros, sino a partir de darle entidad al “otro”, quien, en libertad, elige estar a nuestro lado.
Un camino que tenga en la concordia y en el sentido común los pilares de la defensa del bien de las mayorías antes que la confrontación permanente que hasta aquí no parece sentar las bases de una sociedad justa y equilibrada.
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